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ANTONIN ARTAUD EL ESCRITOR MALDITO

Por Verónica Loaiza*

De la sala de exposición surgen imágenes tan intensas como la vida del autor. Intenso, desgarrador, una gráfica espontánea y excéntrica que refleja una energía muy particular. El impulso y la visceralidad se aprecian al instante en los dibujos y pinturas del artista francés y revolucionaron del siglo XX, quien desde niño presentó problemas psicológicos. Antonin Artaud manifiesta en su obra el carácter, así como el sufrimiento y perturbadoras cambios de comportamiento que dieron motivo para que fuera internado en sanatorios mentales. Fue uno de esos turbadores personajes de la poesía y el arte contemporáneo al que nunca podremos clasificar ni calificar con ecuanimidad.

Después de permanecer 6 años cautivo con tratamientos tranquilizantes y de opio, le permitieron volver a la calle en 1918; a razón de esto fue que a sus 16 años descubrió otra manera de hacer poesía. Fue un artista completo como escritor, poeta, guionista y actor; en el cine participó en 23 películas con algunos de los mejores directores de la época. Ha sido de los actores y críticos del arte más importantes de los años 30s, donde saturaba su obra de una fuerte composición emocional, la cual generó una nueva teoría de comprender las artes escénicas.

Seducido por el opio y diferentes tranquilizantes recetados clínicamente, escribió un total de 406 cuadernos por orden médica. Sus primeros versos Trictac del ciel fueron publicados en 1924 con André Bretón, quien hacía público el primer manifiesto surrealista. Entonces se conviertió en director de la oficina de investigaciones surrealistas, siguiendo con su trabajo como escritor de ensayos, guionista cinematográfico y poeta.

Fascinado por los viajes, convivió de forma cercana con los indios Tarahumaras en el norte de México, donde conoció los conceptos de la muerte y la vida de los antiguos, la fuerza de una raza, las sonoridades, los ritmos y las voces de esta cultura indígena. El misterio y surrealismo, “hay lugares pre destinados”, afirmaba Artaud, atraído por este ocultismo de la cultura mexicana. Una postura es que se identificaba con este surrealismo cultural de manera analógica con su propia locura. Así fue que su obra visual y lírico se mantiene plena de imágenes vivas evocadas a la naturaleza de las montañas, del simbolismo que otorga a la tierra y su misticismo.

Para Antonin Artaud los Tarahumaras eran cultura superior, una raza-principio como lo refleja su primera obra de teatro de la crueldad, “La conquista de México” (La conquête du Méxique), inspirado en la historia de opresión del hombre blanco, la realidad cultural occidental, de la agresiva forma de ser de quienes conquistan e ignoran estos usos y costumbres tradicionales. Es uno de los grandes “escritores malditos” del siglo, su labor entre los hombres fue la de explorarse a sí mismo, una aterradora, obsesiva e implacable búsqueda de la verdad intrínseca que le llevó a los estados más calamitosos de abandono vital, de debilidad y autodestrucción.

 

UCCELLO EL PELO DEL LIBRO EL ARTE Y LA MUERTE. DE ANTONIN ARTAUD.

Uccello, mi amigo, mi quimera, has vivido con ese mito de pelos. La sombra de esa gran mano lunar donde imprimes las quimeras de tu cerebro jamás llegará hasta la vegetación de tu oreja, que gira y hormiguea a la izquierda con todos los vientos de tu corazón. A la izquierda los pelos, Uccello, a la izquierda los sueños, a la izquierda las uñas, a la izquierda el corazón. Todas las sombras se abren a la izquierda, naves, como orificios humanos.

La cabeza recostada sobre esa mesa donde toda la humanidad se tambalea, qué otra cosa ves que la sombra inmensa de un pelo. De un pelo como dos bosques, como tres uñas, como un pastizal de pestañas, como un rastrillo en las hierbas del cielo. Estrangulado el mundo, y suspendido, y eternamente vacilante sobre las llanuras de esta mesa plana donde tú inclinas tu cabeza pesada. Y a tu lado cuando interrogas los rostros, qué ves sino una circulación de ramificaciones, un emparrado de venas, la huella minúscula de una arruga, el ramaje de un mar de cabellos.

Todo es giratorio, todo vibrátil, y qué vale el ojo desprovisto de sus pestañas. Lava, lava las pestañas, Uccello, lava las líneas, lava la huella temblorosa de los pelos y las arrugas sobre esos rostros colgados de muertos que te miran como huevos, y en tu palma monstruosa y llena de luna como de un alumbrado de hiel, aquí tenemos todavía la huella augusta de tus pelos que emergen con sus líneas finas como los sueños en tu cerebro de ahogado. De un pelo a otro pelo, cuántos secretos y cuántas superficies. Pero dos pelos uno al lado del otro, Uccello. La línea ideal de los pelos intraduciblemente fina y repetida dos veces. Hay arrugas que dan vuelta a las caras y se prolongan hasta el cuello, pero bajo el cabello también hay arrugas, Uccello. Por eso puedes dar toda la vuelta a ese huevo que cuelga entre las piedras y los astros, y es el único que posee la animación doble de los ojos.

Cuando pintabas a tus dos amigos y a ti mismo en una tela bien tendida, sobre la tela dejaste como la sombra de un extraño algodón, en lo cual discierno tus pesares y tu pena, Paolo Uccello, mal iluminado. Las arrugas, Paolo Uccello, son cordones, pero los cabellos son lenguas. En uno de tus cuadros, Paolo Uccello, yo he visto la luz de una lengua en la sombra fosforosa de los dientes. Precisamente con la lengua llegas a la expresión viva en las telas inanimadas. Y precisamente de ese modo es como yo, Uccello todo envuelto en tu barba, vi que me habías comprendido y definido de antemano. Bienaventurado seas, tú que has tenido la preocupación rocosa y terrateniente de la profundidad. Tú viviste en esta idea como en medio de una ponzoña animada. Y en los círculos de esta idea giras eternamente, y yo te persigo a tientas con la luz de esta lengua como hilo, que me llama desde el fondo de una boca milagrosamente curada. La preocupación terrateniente y rocosa de la profundidad, yo que carezco de tierra en todos los grados.

¿Realmente presumiste mi descenso a este mundo infame con la boca abierta y el espíritu perpetuamente asombrado? ¿Presumiste esos gritos en todos los sentidos del mundo y de la lengua, como un hilo extraviadamente devanado? La larga paciencia de las arrugas es lo que te salvó de una muerte prematura. Porque, yo lo sé, tú habías nacido con el espíritu tan hueco como yo mismo, pero pudiste fijar ese espíritu sobre algo menos todavía que la huella y el nacimiento de una pestaña. Con la distancia de un pelo, te balanceas sobre un abismo temible y del que sin embargo estás para siempre separado. Pero también bendigo, Uccello, muchachito, pajarito, lucecita desgarrada, bendigo tu silencio tan bien plantado. Fuera de esas líneas que avanzas con la cabeza como una fronda de mensajes, de ti no queda más que el silencio y el secreto de tu bata cerrada.

Dos o tres signos en el aire; cuál es el hombre que pretende vivir más que esos tres signos, y a quien, a lo largo de las horas que lo cubren, pensaría uno en preguntarle más que el silencio que los precede o los sigue. Siento que todas las piedras del mundo y el fósforo de la extensión que acarrea mi paso se abren camino a través de mí. Forman las palabras de una sílaba negra en los pasturajes de mi cerebro. Tú, Uccello, enseñas a no ser más que una línea y la capa elevada de un secreto.

 

*Verónica Loaiza es arquitecta, artista visual y gestora cultural. Directora de la asociación civil Contenedor de Arte. contenedordearte@gmail.com

 

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