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AROMA A TIEMPO DEL ABUELO

Por Berenice Hernández

“Todos queríamos huir del abuelo, de la muerte del tiempo que dejó el abuelo por la casa todos queríamos cosernos alas abrir las ventanas y que entrara el aire o el abuelo lo que primero fuera”.-José Agustín Solórzano.

Al abuelo fuimos matándolo de poco en poco, con cada paso, cada lloriqueo, cada no quiero comer, déjame en paz. Primero era sano, viejo, pero sano. Cargaba consigo un aroma a tiempo y muchos recuerdos. A él no le gustaba la palabra muchos ni tristeza ni soledad; ninguna de estas y ninguna otra. Prefería que no habláramos y nos estuviéramos quietos viendo televisión, alejados de la ventana y el sillón marrón donde posaba sus fláccidos músculos. Era sólo un pedazo de carne, el abuelo.

Recuerdo que, cuando niños, solíamos abrazarlo y a veces yo me asustaba de sentir cómo se iba desmembrando. Al ver mi cara, simplemente acomodaba cada una de sus partes, como si fuera un rompecabezas. Un viejo compuesto por postizos: cabello, dientes, gafas, oído, bastón. Hoy el abuelo está muerto. Dejó en la casa ese aroma a tiempo dulce y platos servidos, mosqueándose en el comedor. Abandonó la escoba con que barría la calle, a nosotros, a mí. La tierra se ha ido acumulando. Me pregunto si el polvo en que se convirtió, está mezclado con ella.

Comenzamos a huir del abuelo cuando su aroma se hizo cada vez más fuerte. Salía por todas las rendijas de la casa para seguirnos a dondequiera que íbamos. Nos hablaba él con su aroma, porque las palabras hicimos que se las tragara, porque cuando no las tragaba, simplemente no podía emitirlas. Le cortamos la lengua al abuelo y lo olvidamos. Olvidamos las charlas de su infancia, de cómo conoció a la abuela y Dios se la llevó al otro lado, al vacío, a donde no tenía a nadie más que a sus hijos que nacieron muertos y a sus padres. Ella también lo dejó solo. Nos olvidamos de su existencia, de sus manos temblorosas, la necesidad de comprar alimentos blandos para que no se esforzara en masticar, olvidamos sus lentes y risas, miradas con aire de nostalgia en las que solíamos relfejarnos.

Desapareció como si nada. Despertamos, seguimos nuestra rutina, dos, tres días. El abuelo muerto. Lo matamos con el desinterés, con el apesta a viejo, abre la ventana. Sabíamos lo que pasaba, pero nadie habló porque queríamos huir de la muerte, del abuelo muerto, de la muerte del tiempo y los recuerdos en vida. Llegó el momento en que nos vimos en la necesidad de entrar a la habitación y sacarlo envuelto en unas sábanas tan usadas como él. Entré y observé las fotografías nuestras, el balón de fútbol de mi niñez, periódicos antiguos. Un reloj sin batería.

El cuarto, extrañamente, no olía a él. Su perfume se esfumó poco a poco por las ventanas, pero el abuelo salió por la puerta. Durmió a solas, no alcanzó a cerrar la ventana o quizá tomó sus alas y se fue volando. Tal vez también quiso huir de nosotros.

 

*Berenice Hernández reconocida escritora moreliana, egresada de la Facultad de Letras de la UMSNH. Miembro de la Sociedad de Escritores Michoacanos, donde ha coordinado el programa “Viernes de escritores Michoacanos”.

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