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DESDE MI ÚTERO

Por Débora Hadaza

“Lo más angustiante que hay para un niño se produce, precisamente, cuando la relación sobre la cual él se instituye, la de la falta que produce deseo, es perturbada, y esta es perturbada al máximo cuando no hay posibilidad de falta, cuando tiene a la madre siempre encima”. Jaques Lacan, Seminario X, pg. 64

Cuando leí esta cita de Lacan sentí una profunda tranquilidad, y la sigo usando como amuleto tranquilizador a mi conciencia esos días en que no soporto estar con mi hija. Sí, hay días que de verdad quisiera su silencio absoluto, que no se moviera, que no tirara, que no estuviera detrás mío todo el tiempo, que simplemente desapareciera. Otros días, ante mi maldad rampante y mis burradas continuas, lo que me da ánimos es decirme en voz alta lo que Tyrion le dijo a Cersei “amas a tu hija, es lo único bueno que tienes, eso, y tus pómulos”. Los mejores momentos de mi día son cuando su papá se la lleva a la escuela, o la dejo en alguna clase por las tardes y puedo vivir sin ella. Aunque los momentos más preciados para mí son cuando se me acurruca entre los brazos, o de la nada me besa las manos, la cara, lo que alcance su boca, así nomás porque quiere.

No, el día más feliz de mi vida no fue cuando me convertí en madre, no, el día más feliz de mi vida sin lugar a dudas ni rivales fue el día que aprendí a leer. Pero el día más horrible de mi vida, hasta ahorita, sin dudas ni rivales, fue el día que llegué al hospital para el legrado de mi segundo bebé abortado. Nunca voy a olvidar como mi pantalón azul marino se convirtió en una falda roja y chorreante de vida extinguida, de muerte líquida. Hubiera dado mi vida por volver a tener un bebé entre los brazos y oler de nuevo ese olor a nuevo, a completamente nuevo, pero a veces la vida no alcanza por eso hay que darle sentido, porque no lo tiene.

Ser madre no es la razón de mi existencia, sé que hubiera podido ser feliz sin serlo, es decir tan feliz como la ilusa palabra te lo permite. Pero también sé que no hay momentos más extasiantes en mi vida que cuando puedo contemplar y embobarme perdidamente arrobada viendo el rostro de mi hija, sus ojos, su naricita, su piel, y no existe nada en este mundo más que la hermosura de su pequeña y perfecta figura. Sé que el día en que vea la Torre Eiffel, o el Nilo, o pasee por Marrakech, o me pierda viendo Nueva Dehli voy a sentir que me muero en vida; pero sé que ver esa boquita caprichosa y sentir su cuerpecito de pescado escurridizo junto al mío me da vida en la muerte.

Me gusta hacerle maldades, me encanta en las mañanas cuando tiene el cuerpo calentito rociarle loción fría encima. Me gusta hacerla repelar y vengarme de todos los jalones que me dio mi madre cuando la peino, me fascina verla rebelde y retándome, detesto que lo haga. Pero realmente odio cuando alguien trata de engañarla, cuando “por broma” la quieren embaucar, odio como el diablo cuando alguien, por más bueno, angelical, piadoso que sea, me sale con la

fracesita condescendiente que mi hija “es un angelito”, quisiera romperle su piadosa y estúpida boca, y mandarlo a su infierno personal, a la parte más oscura, “angelito tu tiznada madre”.

Sé que he hecho muchas cosas malas, pero sé que ella es la más buena he hecho; y este hacer de la manera más literal posible es una perfecta ilusión. Sé que ella no es mía, sé que es mi hija y que yo soy su madre, sé que yo soy más su madre de lo que ella ahora es mi hija, porque yo me he hecho hija de mi madre hasta que tuve consciencia de lo que eso significaba, hasta que me di cuenta de su herencia, de la verdadera, y en lugar de pelearme con ella, la abracé, me abrasé en ella, porque por fin entendí la soledad, la rotura, la contradicción, el terror, el error, de ser madre; lo mucho que la mujer se parte, se desgarra, se muele, se despedaza, al ser madre. Nadie, nadie, nadie en este mundo debería ser madre sin quererlo, porque no se puede, se puede parir, se puede “criar”, pero no se puede ser madre sin querer serlo; ser madre exige tanto que aun queriendo serlo, no se puede, no alcanza, mucho menos sin desearlo. Y ella, mi hija, necesita mucha, mucha vida para entender, o más bien sentir, lo que es ser mi hija. O quizá no, quizá sólo se trate de epidermis, de instinto, de esa animalidad tan leal, tan fiel, tan real.

Ella es mi hija, y yo soy soy su madre, y ser su madre no me ha hecho más mujer, me ha hecho otra cosa, otras cosas, otros animales, otras quimeras, otras profesiones, otras obsesiones, otras demencias, otras piedades; ser madre me ha vuelto un caleidoscopio, una escalera, un estante, un refrigerador, una cama, una hamaca, un avión, una bailarina, un unicornio (no azul, negro), una manta, un beso grande, una cocodrilo, una maga, una bruja, muchas magas, muchas brujas, un ogro, algo blando, dulce, algodonoso y esperanzador, una espada, una navaja, una gallina. Ser su madre me ha hecho miedosa, y muy valiente, bien brava, irracional, feroz, chillona, pequeña, inexistente. Y pasar de un estado a otro, de un ser a otro, así, en un chasquido, sin penumbra, a veces es muy agotador, vivificador, terrible, hermoso, todo. Al menos eso dice mi útero.

Débora Hadaza. Chilanga de nacimiento y moreliana de corazón. Licenciada en composición musical, eterna estudiante de Teología, escritora de vocación y mamá.

www.hadazadebora.wordpress.com

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