LOS CAJONES DE R
Por Noé Contreras González*
Los cajones de R.
Lo avanzado de la tarde le obligó a ponerse pantalones, y sólo por decoro, pues no pensaba salir ese día. Recién empantalonado camina como para huir de sí mismo y del dolor de cabeza, hacia la cómoda. La luz del día ha empezado a ceder aunque flota un inoportuno calor acumulado en la vieja habitación que R. ha comenzado a alquilar.
Los cajones de la cómoda siempre guardan apretados tiliches además de los pantalones y las camisas; objetos que parecen esperar dentro a ser redescubiertos. R. constantemente embute cosas aleatorias a los cajones y es raro que alguno de esos objetos llegue a salir de nuevo. Un lápiz (o tal vez más), tubos con cremas para el tratamiento de hongos, el manual de un aparato de hace años, el programa del concierto del mes pasado, un boleto de autobús, etc. Hurgando para distraerse, empiezan a acudir las resonancias de aquella vez que fue al zoológico siendo niño, recuerdos de los motivos por los que robó esa foto del álbum familiar, para guardarla en la cómoda.
-¿Para que no la viese nadie más? No recuerdo exactamente por qué la robé –piensa.
Los tres se tapan el sol con una mano y sonríen para la cámara, chimuelos. Los sándwiches a medio día en el zoológico, la servilleta pegada al pan, el pan pegado al paladar, el olor a polvo levantado por el juego, a algodón de azúcar. Y después de caminar un tramo, a las pestes de varios cuadrúpedos.
Hubo gran dificultad en mudar la cómoda; se debe convencer a un conocido con un coche grande que no aprecie mucho de subirla entre los dos, se deben sacarle los cajones y forzarla dentro de la camioneta. Al sacarle los cajones para la última mudanza, R. se sintió un poco vulnerable.
La mugrosa lámpara está al lado sobre una pequeña mesa de hechura de los 70s, con dibujo imitación de mármol, el recipiente de cristal ya casi sin agua, la mosca que zigzaguea en círculo justo en el centro de la habitación, una mosca vigorosa y estúpida, empeñada en dar vueltas no sin cierta gracia. Alguien diría que R. está pensativo, alguien otro afirmaría que más bien trata de no pensar.
El trago de agua avanza frío por el esófago, regresa la atención a los cajones. El zumbido del ventilador no cesa, el de la mosca tampoco. Al deslizar afuera el cajón superior se nota un aroma de madera humedecida y desecada, repetida la operación cada año durante muchos años. El mueble salió de casa de la abuela justo después de que murió. Entonces a R. le tocó convencer a alguien de que le ayudara a mudarlo por primera vez. Qué objetos, qué tiliches guardaba la abuela, se pregunta ahora.
Tal vez por ser el de más fácil acceso, siempre está lleno el cajón superior. Trozos de papel con citas de libros, condones de mala calidad y caducos, otros papeles con números telefónicos que nunca ha discado y garabatos parecidos a dibujos. También hay un viejo anillo de plata, una caja de cerillos, una pequeña botella de perfume de mujer vacía cuyo aroma evoca animalmente y sin más datos un ambiente o un humor que si se pudiera traducir en palabras -aunque no se puede-, se diría que el aroma evoca “el miedo a caer a un pozo mientras se baila alegremente”. También hay monedas, un dólar de plata que no le dice nada y una de cincuenta pesos antiguos, con la mirada rígida de algún ex presidente y el número “1970” en relieve.
-El año en que murió el abuelo -piensa en voz alta.
Conserva la moneda desde hace años, por la fecha significativa y porque cuando su padre se la dio, él mismo dijo, antes de dársela:
–En este año murió tu abuelo, guárdala.
R nació algunos años después de que ese señor de ceño fruncido que aparece en un par de fotos que están al fondo del mismo cajón muriera. Apenas había mudado de dientes cuando papá le regaló la moneda y el hecho de que algo tan importante para su padre como la muerte del abuelo hubiera sucedido antes de que él naciera, le obligó a pensar, siendo un niño, en que muchas otras cosas habían ocurrido antes de que él existiera. Así que le preguntó a papá, con el tono de quien se va dando cuenta de que sabe la respuesta a su pregunta:–¿Pasaron muchas cosas antes de que yo naciera?
–El mundo no iba a estar esperando a que nacieras para ponerse a funcionar –le contestó sonriendo, después de pensar un momento.
-No, claro que no –dijo R., dándose cuenta que el mundo de hecho había estado marchado bastante antes de que él naciera, dándole luz a innumerables amaneceres, dos guerras mundiales, el hombre llegando a la luna y luego, como de la nada; su propio nacimiento.
Ahora, en su habitación mientras imagina las casualidades que depositaron los variados objetos en sus cajones, se le ocurre que su nacimiento fue un suceso hondamente improbable, es más, casi del todo imposible. Por qué, de todas las cosas que podían haber sucedido, tuvo que nacer alguien, y no sólo eso; de todos los que podrían haber nacido a la hora que fuera, en el lugar que fuera, por qué tenía que ser en ese lugar, a esa hora y justamente… él, R. el que naciera? Después de pensarse mucho ese tipo de cuestiones, a veces le pasa que se queda sin tener idea de quién es ese que mira en el espejo.
Sigue hurgando el cajón para encontrar algo que le descamine de esas ideas. El desorden de sus cajones responde a la exactísima y muy improbable consecución de eventos que originaron que cada uno de esos objetos llegase a sus manos y después a la cómoda.
Los calzones de una ex novia de la adolescencia, ya ni recuerda cómo lucían puestos, un bolígrafo fino y averiado en su estuche con interior de terciopelo verde polvoso. R. pasa el dedo por el interior del estuche sólo para saber qué se siente, una pieza de lego azul, un afilador de lápices metálico con olor a primaria y un poco a secundaria. Con oleada de sangre a la cabeza, se encuentra un pequeño libro de poemas atado con un listón negro a un diario de pasta suave de cuero. Le recorre un escalofrío, hace tiempo que no hojea ninguno de los dos. El libro tiene una nota dedicatoria escrita a tinta negra en la primera página. Hace un par de años ese pequeño libro estaba encimado entre otros pocos en un departamento del centro de la ciudad. Lugar que entonces le era familiar y querido; de inmediato le había llamado la atención el título en el lomo negro con letras doradas.
– ¿Será que Mina lo acaba de comprar? -se preguntó al mirarlo por primera vez.
Levantó el libro y, haciendo presión con el pulgar en el canto, abanicaron varias hojas la cara; el azar escogió la página 22 y se puso a leer:
El cielo…
El cielo es el otro,
es el que siembra sin tocar,
el que mata sin destruir.
Deidad fálica, preñadora.
El cielo sabe que dios no existe
y así, lo más seguro
es que nosotros tampoco
Después de leer bajó de vuelta el libro al buró, colocándolo al lado de una botella de perfume. (Sí, la misma que ahora, después de un par de años se encuentra vacía en su cajón.)
A los pocos días de esto, Mina salió de su apartamento con el libro adornado de un listón negro a modo de moño, caminaba de prisa, nerviosa, le parecía que todos la miraban, que tal vez alguien podía leerle la mente, cosa que le pasaba de vez en cuando.
A R. le tomó por sorpresa el regalo, turbándole, casi sin él percibirlo el desconcierto que Mina trataba de disimular. Después de un café se enfilaron, como era costumbre, al apartamento de Mina. R. llevaba el poemario en la mano derecha y se sujetaba del barandal con la izquierda, subiendo la temblorosa escalera en espiral. Mina entró al baño, él aprovechó para leer lo que le acababa de escribir ella en la primera página. Sabía antes de empezar a leer que debía leerlo lento:
“Así, lo más seguro es que nosotros tampoco existimos”
¿De qué forma se puede estar seguro de existir, si cada cosa es tan imposible?
Cariños.
Mina.
Una cita textual, una reflexión, cariños, su nombre, sólo eso. Ese modo de usar las palabras siempre le había fascinado a R., pero ahora le daba una especie de vértigo. Un mes después de su regalo, Mina viajó lejos y al parecer, para siempre. La primera vez que R. leyó lo que había escrito en el libro, no le pareció demasiado importante o reveladora la reflexión que incluía “¿De qué forma se puede estar seguro de existir, si cada cosa es tan imposible?”. Ahora le parece que no la había entendido del todo, la había recibido con la simple (y bella) extrañeza que originan algunos arreglos poéticos que carecen intencionalmente de mayor relación con el mundo real. Al presente, habiendo desenterrado el poemario y el diario, siente la terrible pesadez de la frase, “…si cada cosa es tan imposible”.
Así es -piensa-, cada cosa es tan imposible que suceda, cada evento, el hecho de que ahora se encuentren ese libro y ese diario atados con un listón negro dentro del cajón… su propio nacimiento, resultado del estricto cumplimiento de los casi infinitos acontecimientos que lo hicieron posible. Cada hecho requiere de la exacta combinación de todos los eventos anteriores que le ocasionaron. La exacta combinación, en esa exacta medida. Con una ligera desviación de un solo evento, R. nunca hubiera conocido a Mina. También; si no se hubiera dado de esa manera, digamos… la historia de la humanidad, no habría sido de ese modo la historia de su país y su abuelo no hubiera emigrado de las montañas a la ciudad en ese año en particular y así no habría conocido, ni se habría casado con su abuela. Entonces su padre no habría existido y qué decir de él mismo, de R., ni siquiera un pensamiento en la mente de alguien hubiese llegado a ser. Se le ocurre también la idea de que con un ligero giro de eventos en algún punto de la historia, Mina no le habría abandonado.
Aquella tarde de hace dos años, cuando Mina partió, se despidieron con optimismo en la idea de que nada terminaba ahí, que seguirían siendo los mismos aun estando lejos. Pero pronto todo se vino abajo pese a que les parecía a ambos que la inmaterialidad de su amor, lo protegía de la distancia material. R. estuvo bien a pesar de todo durante un tiempo pero luego se derrumbó, se estropeó, no supo dónde estar ni qué hacer, así que para aliviarse, o simplemente porque no encontró otra cosa que hacer; comenzó a escribir un diario, que ahora está junto al poemario y al listón desatado.
Un poco en contra de su voluntad, R. abre el diario y comienza a leer un párrafo al azar:
Después que se fue, quedé yo sólo. Yo. Y como ahora tengo tiempo de hacerme muchas preguntas, me he metido en problemas y me doy cuenta de que no sé nada, ni quién soy. Gasto mucho tiempo pensando en la improbabilidad de que cualquier evento suceda y me parece que el mundo, todo él es imposible… trato de desechar esos pensamientos higiénicamente. Yo sé que algunas preguntas no se le preguntan a ninguna persona ni a ningún libro, nadie sabe las respuestas, algunos creen que las saben, pero también saben en el fondo que su certeza es más bien una creencia. “Yo”… nadie sabe quién es ese “yo” que nos la pasamos mencionando y diciendo miles de cosas sobre él: ”yo soy”, “yo camino” “yo recuerdo a Mina” “yo…”
-Respiró profundo y paró de leer.
Si sigue hurgando en la cómoda seguramente otros objetos del cajón le podrían evocar esas ideas. ¿Cuántas veces ha huido de ellas? Tal vez cientos de veces, por eso a veces prefiere no reflexionar, o hacerlo menos, para no averiguar, para no saber; y de ese modo, sí saber, o creer que sabe, quién es y para qué está en el mundo.
-No saber es a veces saber –dice en voz alta como si pronunciara un hechizo.
R coloca el diario encima del poemario, ambos cerrados, comienza a atarlos con el listón para guardarlos. Se está tranquilo unos momentos notando su respiración y su ligero dolor de cabeza que ha cedido un tanto. La habitación ya está casi totalmente oscura, el calor se ha disipado. Toma un trozo de papel y le escribe lo siguiente: “Supongo que simplemente, moriré antes de enterarme de muchas cosas, mejor así, mejor resignarse.”
Arroja el papel al cajón y aunque pensaba quedarse, sale a dar un paseo en una búsqueda no muy consciente y con ayuda del azar, de nuevos objetos para sus cajones.
*Noé Contreras González es escritor, melómano, músico. Bajista, metalofonista y guitarrista en Ciènega y Guitarrista en Et Mortem.