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ERNESTO

Por Paulina Jiménez Cíntora*

(En honor a la palabras del señor Waits)

Jamás pude ver el rostro de Ernesto, lo imaginé varias veces como un bulto cara de niño. Era ya todo un jóven cuando comenzó a quejarse con el Dr. Sierra. Su alma era la más ruidosa de todas, podía sentirla palpitar como un huracán en su punto.

Las sesiones con el doctor eran bastante perturbadoras, siempre imploré sostener la mano de Ernesto mientras la hipnosis lo hacía retorcerse como un gusano en el fuego.

—Sueño cosas terribles, pero incluso mi realidad se opaca, tengo una visión errónea de todo el mundo— le decía Ernesto a Sierra con extrema seguridad que hasta yo le creí varias veces.

—Anda, cuéntame tu último sueño—lo animaba el doctor.

—No, para nada. Tal vez “ella” quiera decírselo.

—Vamos muchacho, tú debes hablar…no “ella”…

—Pero si “ella” no se calla… es una maldita que recita sandeces del inframundo.

—El inframundo que está en tu cabeza Ernesto—lo contradecía el médico.

Yo solo escuchaba con atención sin decir una sola palabra, las lágrimas del muchacho se le desbordaban hasta tocarle la manzana.

— ¿Podemos suspender por hoy?— sugirió el chico, yo quería lo mismo.

—Está bien, sabes mi número de celular por si ocupas tranquilizarte en la madrugada.

—No se preocupe, hoy dormiré boca arriba para que “ésta” se calle.

Recuerdo que hubo un silencio y nos retiramos del consultorio.

Ernesto jamás dormía, sus sábanas eran tibias y la ventana de su habitación tenía la vista más increíble hacia el mar denso que rodeaba la isla.

Él había decidido abandonar el trabajo y adoptar una vida más normal, aunque sus compañeros pasaban por situaciones similares a las de nosotros, él estaba harto de ser diferente. Aun así, algunos curiosos escalaban hasta su habitación por las noches para tomar instantáneas; eso me enfurecía. El muchacho solo se escondía bajos las almohadas, ahí trataba de consolarlo hasta pasar las horas, a veces sentía que mis palabras lo ponían peor, sus lágrimas se colaban hasta tragármelas… esa tristeza tenía el sabor de un ángel mutilado.

Yo lo amaba, eso creí siempre.

En los siguientes dos años su intolerancia al mundo se hizo más evidente y molesta incluso para mí. Me rasguñaba y se arrastraba por el suelo gritando que Lucifer lo había besado. Jamás me hizo caso.

Pasados unos días el Dr. Sierra le sugirió un viaje por Egipto, Ernesto lo descartó al instante alegando que ya había viajado bastante con su antiguo trabajo y que no pretendía lidiar con las críticas en todos los rincones del mundo. Claramente exageraba.

Todo empeoró cuando se hizo varios cortes en el cuello y la espalda, eso alteró bastante a sus médicos de cabecilla que decidieron realizar estudios y análisis algo dolorosos solo para clasificar a Ernesto como “esquizofrénico y peligroso”.

Yo entré en una especia de coma inesperado, me sumergí en un sueño denso y alucinante, casi me vuelvo loca por no saber que le estaban haciendo a mi amado Ernesto. — ¡Despiértenme que no se si está llorando o me extraña”—Parpadeé varias veces, mi poca visión reconoció un hilo de luz, mi oído súper dotado identifico las voces de varios médicos y la de Ernesto en un eco.

— ¡Estoy paralizado!, ella no quiere irse ¡Me chupa la sangre, me rasguña el corazón! ¿Qué hicieron entonces?, sigo maldito…

— ¡Calma!, tratamos de estabilizarte. Te advertimos de las probabilidades, eran cincuenta y cincuenta. Tu sistema neurológico está conectado y varias irrigaciones sanguíneas también…Lo sentimos, no tendrías posibilidad de sobrevivir.

—No ¡no!

Hubo más bullicio, yo solo quería que nos regresaran a la habitación para tranquilizarlo. Nunca he descalificado las habilidades de los médicos que atendían a Ernesto, pero estaba segura que aquella vez solo le habían causado daño porque el pobre solo lloraba.

Esa noche fue la peor de todas, ahí se desprendió el porqué de mi existencia, mi eterno dolor y angustia.

No dormimos, la luna era inmensa y parecía meterse a fuerzas como una intrusa, sus ojos eran verde esmeralda; filosos como navajas suizas, su cuerpo no brillaba como siempre lo imaginé, era opaco y frio. De pronto heló toda la habitación.

Ernesto se revolcaba de locura en el suelo y yo también rodaba con el empapándome las mejillas con saliva y gritos mordidos. Éramos la madrugada, Ernesto, la luna y yo

Su incesante revolcada paró en pocos segundos, supuse que por fin lo había vencido el cansancio pero me sobresalte al darme cuenta que se levantaba y hacia algo con las sabanas. Todo pasó tan rápido que no puedo describirlo bien. Acomodó los muebles como tronos de espectáculo, la luna era la presentadora como alguna vez lo hizo una mujer en el circo. Una campanilla sonó desde los adentros de la tierra como timbre sincronizado con la hora de Dios.

Subió a la silla imaginando una plataforma de oro y escarlatas, temí hasta la porosidad de mis huesos y al instante se colgó.

Recuerdo ver que la Luna explotaba como un globo siniestro y lo muebles dejaban caer su sombra al suelo como haciendo una reverencia al muerto.

Ernesto se desvaneció en segundos, su cuerpo entero me peso, la impresión colmó mis adentros y me desmayé sobre su cabello negro.

Desperté poco después al roce frio de una mesa quirúrgica, vi a metros de mi al Dr. Sierra leyendo algo detrás de un folder con el nombre de Ernesto en una esquina.

“Al morir sepárenme de ella, entiérrenos por separado y asegúrense que esté muerta. No soporté más su risa, su aliento y sus gruñidos. Esta noche me ha susurrado cosas que solo se han dicho en el infierno, estoy maldito. Ella llora cada noche, luego me habla con terror y yo me inundo en una pesadilla que jamás termina. Separados por fin.” — recitó Sierra en voz baja las palabras de Ernesto.

El ya no estaba conmigo, no sentía su respirar arrítmico, su cabello no me acariciaba más.

Me empacaron escrupulosamente en una caja, tenía un aroma solitario de jardín. Deseé que me llevaran de nuevo al circo, imaginé las luces parpadeantes en la carpa gigante y un anuncio luminoso como hace un tiempo: “Ernesto Mordrake y su otro rostro, esta noche”. Mientras revivía nuestra fama solo pensé en imaginarme detrás de su cabello, comenzando el espectáculo.

 

*Paulina Jiménez Cíntora es pintora autodidacta, gastronoma, fotografa y escultora. Escritora de cuentos, poesía y novela, autora del poemario erótico “Muerte súbita de un astro”.

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