“A propósito de monumentos” Por Catherine Ettinger.
La semana pasada leí que, en el fervor de la destrucción de monumentos que glorificaban la esclavitud en Estados Unidos, derribaron en la ciudad de Madison, capital del estado de Wisconsin, una estatua de Hans Christian Heg. Pero resulta que Heg, inmigrante noruego a Estados Unidos, había sido abolicionista. En medio del enojo, la muchedumbre había tirado un monumento que nada tenía que ver con la causa, una estatua que se había erigido para ayudar a conservar la memoria de quien había luchado contra el ejército del sur y había trabajado para evitar que la esclavitud se expandiera al oeste de los Estados Unidos.
Ahora, en Morelia, se discute también el tema de los monumentos, o, mejor dicho, de un monumento. En la petición en change.org se advierte que en todo el mundo se están tirando monumentos que glorifican la esclavitud y la opresión. Mencionan el caso del rey Leopoldo II de Bélgica quien promovió uno de los episodios más viles del colonialismo en el Congo. Pero me pregunto ¿podemos comparar a fray Antonio de San Miguel con el rey Leopoldo II o con los supremacistas blancos de Estados Unidos? ¿debemos de seguir acríticamente la tendencia internacional y derribar un monumento sin analizar el momento y las intenciones de su erección?
Caben unas palabras sobre los monumentos que actualmente se derriban en Estados Unidos. En su gran mayoría, las estatuas del general Lee, líder de las fuerzas de la Confederación que defendía la esclavitud, y de otros “héroes” del sur, fueron erigidos por grupos cercanos al Ku Klux Klan o a movimientos de supremacía blanca en décadas recientes. Por lo general, aparecieron en el contexto de reacomodos en las relaciones entre negros y blancos como señal del poder de los últimos, muchas de ellas en la década de los sesenta en el contexto de la lucha por los derechos civiles. No me queda ninguna duda de que deben de desaparecer. No son monumentos con una función de conservar la memoria, sino con la función de intimidar y de recordar a cualquier persona de color que pase, quien sigue mandando.
Creo que el caso local es distinto y, sin descartar que se pudiera tomar la decisión consensada de removerlo, considero que habría que analizar la representación y las intenciones detrás de su colocación. Esta semana se quitó la estatua de Theodore Roosevelt del acceso al Museo de Historia Natural en Nueva York. Con una justificación razonada, los directivos del museo solicitaron autorización al municipio en un escrito que explicaba que el problema no era Roosevelt, pues a pesar de ser un personaje imperfecto (y producto de su época), merecía reconocimiento por ser uno de los primeros promotores de la conservación del medio ambiente. El inconveniente con la estatua era su composición; Teodoro a caballo flanqueado por un indígena y un negro, quienes iban a pie y atrás, en una posición servil. Veían en el acomodo de las figuras un grave problema.
El monumento moreliano en cuestión se construyó con otra intención. En días recientes, el historiador y exrector de la UMSNH Jaime Hernández Díaz recordaba los orígenes del monumento comentando que después de la inscripción del centro histórico en la Lista de Patrimonio Mundial de la UNESCO, Esperanza Ramírez Romero y María Teresa Peñaloza habían reflexionado que en la ciudad solo existían monumentos a grandes personajes y que faltaría un reconocimiento a los verdaderos constructores y los artesanos canteros. Es de notarse en el conjunto, que quien carga y quien talla la cantera van adelante. Es un monumento que más allá de la iconografía tradicional –Virrey de Mendoza señalando el valle de Guayangareo con plano en mano—pretende reconocer a los trabajadores anónimos e invisibles. Y cuentan los historiadores que el fray Antonio de San Miguel promovió la construcción del acueducto para dar empleo durante una crisis económica a finales del siglo XVIII. Aquí es donde vemos una gran diferencia entre los monumentos que se tiran en ciudades estadounidenses y el monumento a los constructores de Morelia.
Estas palabras, más que conformar una oposición a la iniciativa de remoción, pretenden ser una invitación a la reflexión, antes de subirnos al tren. Aplaudo el ánimo de comenzar una conversación en torno a nuestros monumentos. Absolutamente de acuerdo con la necesidad de revisar los símbolos, absolutamente de acuerdo con cuestionar la presencia de algunos de ellos. En la conversación pendiente, habrá que distinguir entre monumentos que glorifican a individuos y aquellos que sirven para recordar lo que colectivamente consideramos importante. Pero seguir acríticamente una tendencia internacional de destrucción de monumentos me parece un despropósito. ¿Queremos una ciudad sin monumentos? Porque si miramos a los héroes del pasado con lentes de hoy, probablemente ninguno se quede.
*Catherine Ettinger es arquitecta e historiadora de la arquitectura especializada en el Siglo XX en México, docente de la Escuela de Posgrado de la Facultad de Arquitectura de la UMSNH.