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EXAMEN PROFESIONAL LAS EXPERIENCIAS COMUNES

Por Jorge Ibargüengoitia*

Una de las pequeñas frustraciones de mi vida ha consistido en tratar de relatar las experiencias que tuve durante la época en que presenté un caso excepcional. Por ejemplo, cuando terminé de hacer colas en la Rectoría y quedó demostrado que había yo cursado y aprobado todas las materias requeridas en mi carrera (incluyendo las de parvulitos), que no le debía ni un centavo a la Universidad, que había yo escrito y presentado una tesis que estaba de acuerdo con los cánones, y por último, y lo más difícil de demostrar, que yo era yo mismo y que la persona que se iba a sentar frente al jurado era la misma a la que correspondían todos los documentos anteriores, me di cuenta de que el tiempo que había perdido al hacer el trámite, es decir, las colas en la Rectoría, era exactamente tres veces mayor que el que había dedicado a escribir la tesis. A mí esto me pareció extraordinario y una anécdota digna de relatarse. Así que durante unos meses anduve contando: —Fíjate que yo me tarde más en hacer el trámite que en escribir la tesis. En vez de que alguien se admirara, el admirado fui yo, porque a todos los que se han recibido les ha pasado lo mismo o algo peor. A consecuencia de la frase que apunté allá arriba, me relataron el Caso del Expediente Perdido, el de las Materias No Revalidables, el del Hombre que Siguió la Carrera Inexistente, etcétera. Pero ahora, quince años después del suceso, considero que mi examen profesional, no por muy y corriente deja de ser interesante. Por esta razón voy a reincidir y voy a volver a relatar las circunstancias en que se desarrolló, según me acuerdo. En primer lugar debo confesar que no recuerdo qué fue lo que me impulsó a recibirme, porque nunca esperé sacar ningún beneficio del título profesional. Este título me da mucha vergüenza decirlo, es el de maestro en letras especializado en arte dramático. Es muy probable que me haya yo recibido por compulsión. La cosa se estaba poniendo muy seria en aquella época, porque la carrera que yo había seguido con tanta asiduidad desapareció, de buenas a primeras y como por arte magia, de los programas. Es probable que esta circunstancia haya producido en mí un estado de angustia que iba a ser el causante de todo lo demás. El primer paso del trámite consistió en conseguir, del jefe del Departamento de Letras una carta dirigida a no sé quién, que decía que la carrera que yo había seguido, a pesar de ya no existir, sí había existido en la época en que yo había ingresado en la escuela y que, por consiguiente, estaba yo en mi derecho de presentar mi examen profesional y de recibirme de algo de lo que nadie se había recibido antes y de lo que nadie se iba a recibir después. Escribir la tesis fue cosa sencilla, porque ya desde entonces era yo escritor. La tesis consistió en una obra de teatro que ya tenía yo escrita, que ahora encuentro ilegible y que entonces consideraba la culminación de mi obra literaria, a la que agregué un prólogo crítico, el que, por una errata de imprente, apareció como epílogo. Pero si escribir la tesis fue fácil, conseguir alguien que me la dirigiera fue, en cambio, dificilísimo, debido a que la mayoría de los profesores que me habían dado clase habían muerto, emigrado o me detestaban. Por fin, buscando en los corredores de la Facultad encontré alguien, una mujer, que no me conocía, pero que tenía un corazón de oro y que aceptó dirigir mi tesis. La obra de teatro no le gustaba. Por esta razón me dijo:

—Mire, Jorge, tiene que escribir un prólogo genial, a fin de que esto parezca tesis, porque de otra manera nos vamos a ver en aprietos. Me senté frente a mi máquina y escribí algo que a ella, la pobrecita, le pareció genial. Consistía en un análisis de los diferentes elementos de una obra dramática. Establecía yo, entre otras cosas, la diferencia que hay entre los personajes, la anécdota y la trama. Esto, huelga decir, no sirve para nada, porque sólo un imbécil es capaz de confundir un personaje con una anécdota; en cambio, se necesita una inteligencia superior (cosa muy rara entre las personas que se dedican a estos ejercicios) para distinguir entre la anécdota y la trama. Pero me equivoco. Dije que esto que yo había hecho no servía para nada. Debí decir que no tiene aplicación práctica, pero sí sirve para algo: sirve para dar clases. Por eso a la directora de mi tesis le gustó tanto mi prólogo crítico. Durante el examen ocurrieron cosas siniestras. La primera pregunta del primer jurado fue: —Díganos, Jorge, ¿cree usted que estemos capacitados para juzgar su obra? Yo con toda sinceridad contesté que no. En ese momento perdí el Cum laude. Pero yo tenía razón, porque sabía que ninguna de los miembros del jurado, excepto la profesora que   había dirigido la tesis, había tenido tiempo para leerla porque por deficiencias administrativas había llegado a sus manos media hora antes de que empezara el examen. Éste duró hora y media. Después, me dio flojera regresar a la Rectoría a recoger mi título. Allí debe estar todavía. Pero lo más notable es que en quince años nunca lo he necesitado. (26-5-70)

*Jorge Ibargüengoitia (Guanajuato, 1928- Madrid, 1983). Su obra abarca novelas, cuentos, obras de teatro, artículos periodísticos y relatos infantiles. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores, de las fundaciones Rockefeller, Fairfield y Guggenheim.

 

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