Mirada virgen sobre el #15FICM: Morelia o el cruce del primer umbral
El autobús se desliza, casi sinuoso, apenas interrumpido su hipnótico arrullo por algún bache en la carretera. Dormito, o pretendo dormitar entre animadas pláticas gracias a mis siempre fieles tapones de oídos: atrás quedaron las muchas horas de avión desde mi pequeño país al extremo sur del continente; atrás, el enredo de los pendientes previos a un viaje, esos que se multiplican como cabeza de Hidra ni bien intentamos resolverlos. Como sea, y antes de haber tenido tiempo de llenarme del todo los pulmones con el amado smog chilango, aquí estoy rumbo a Morelia, o al menos mi cuerpo ha aterrizado y viene ocupando un asiento en el transporte oficial del FICM desde que lo abordamos hace unas horas en la colonia Roma. Nunca antes había tenido la oportunidad de asistir al festival, pero —pese a los siete mil kilómetros— siempre seguí de cerca su valiente siembra y apabullante crecimiento, incluso vía conferencias simultáneas por internet; me reconozco fan a priori, con toda la contundencia posible. “¡Un festival de verdad, en grande, como debe ser! ¡Hecho en serio, con el know how de la industria pero desde la capacidad de juicio artístico que detecta y destaca el cine que verdaderamente importa! ¡Con sus celebrities y su glamour, y tantos cines funcionando a la vez, y sus cientos de visitantes, todo en una ciudad colonial preciosa Patrimonio de la Humanidad según la Unesco! ¿Qué más se puede pedir?”. Estar en el FICM es, para un cinéfilo, lo que en el Río de la Plata se conoce como el sueño del pibe. El sueño una vez que se hace realidad, se entiende. Uno diría que tan entusiasta fascinación sería una ventaja nata a la hora de por fin conocer aquello que fue seguido sólo a la distancia, y sin embargo esa puede ser la tesitura más peligrosa para bajar a tierra: ahora se tratará de confrontar aquel caldero en ebullición, lleno de proyecciones propias, con el plato quizás más mesurado de la realidad. Por eso, a medida que nos aproximamos a la capital michoacana, me pregunto si esta increíble circunstancia de presenciar la decimoquinta edición del Festival Internacional de Cine de Morelia con mis propios ojos terminará, acaso, echando por tierra el mítico Xanadú cinematográfico que construí con los años o, por el contrario, lo llenará de imágenes propias y sólidas, vivas por derecho propio.
Termino con mi semi sueño soliloquio y miro por la ventana, desde el segundo piso del autobús; el horizonte empieza a develar los lagos propios del paisaje michoacano, su aparente calma en extensión acuática, probable refugio y escondite de los dioses purépechas que quizás prefieran pasar desapercibidos para sobrevivir. Los lagos suelen llevarme a la acuática frontera entre el mundo de los vivos y el inframundo, según sugieren diversas mitologías. Esa caseta de peaje que nos sellará para siempre el pasaporte al otro mundo, el de los muertos, o quizás también permita algunas veces que circulemos en el otro sentido, como afirma la tradición mexicana del Día de Muertos que por estas fechas se celebra especialmente en Michoacán. Para volver a compartir tiempo y espacio con ellos, bastará con que las almas crucen por el arco anaranjado de flores de cempasúchil que sus deudos les preparan. Como si de un umbral iniciático se tratara: una prórroga ganada, aunque sea por un día; una tregua para revivir el amor a sus seres queridos, esos que aún respiran sobre esta Tierra.
Llegamos. Morelia ya está ataviada con el incandescente naranja y el luto purpúreo de las flores típicas de esta época, las que asociamos con el Día de Muertos, dispuestas en bellísimos contrastes. Sus muros de cantera rosa y sus cálidas luces resaltan la omnipresente huella del XV FICM por todas partes. Afiches, logos, gafetes y espectaculares: un hervidero de buen cine por venir, acunado y acuñado en el orgullo por México, el amor por su cultura, por la ciudad anfitriona y Michoacán entero. En el camino a las oficinas del FICM, Morelia vibra, nerviosa y alegre, durante el primer día de su prestigioso festival de cine. Bajo los pétreos portales del Centro y sus restaurantes, todas las mesas están llenas; circulan músicos tocando violín o acordeón, vendedores ambulantes con coloridos anzuelos, invitados del festival buscando su hotel, locatarios morelianos sumergidos en sus rutinas. Los visitantes, en cambio, estamos aterrizando apenas en este mundo distinto a nuestra realidad ordinaria. Cruzaremos el umbral y por suerte no habrá retorno hasta el 29 de octubre.
Esta noche es el estreno mundial de COCO, animación de Disney Pixar cuyo eje argumental recoge las tradiciones mexicanas en torno a la muerte; imposible encontrar un mejor entorno para su presentación en sociedad que con la quinceañera de Morelia y los altares que ya despuntan en la ciudad. Tomamos las camionetas oficiales hasta Cinépolis Escala Plaza Morelia, enorme complejo de exhibiciones con una gran alfombra roja en la entrada que parece estallar de luces, periodistas, público atestado contra las vallas, fotógrafos. Había olvidado la escala humana y arquitectónica de México: bajo de la camioneta auxiliada por un elegante señor aposentado allí a esos efectos, y no puedo evitar la bochornosa sensación —¡el colmo de una fantasía involuntaria es provenir de un lugar común!— de que desciendo de una limusina cual estrella de cine mientras le doy la mano, tan grácil como me es posible, entre un ovillo sensorial de gritos y flashes que provienen de todas direcciones. Espantada por la multitud, por los guardias y las vallas, miro hacia abajo y el piso se me presenta todo rojo: sigue hacia adelante sin que se vea fin o escapatoria, y en ese momento me parece que no hay manera de zafar de la dichosa alfombra, que debo seguirme de frente y atravesar el epicentro mediático sin la menor posibilidad de esconderme en ninguna parte. Luego descubro el salvador pasadizo lateral de los introvertidos; ahí respiro, aliviada, y puedo dedicarme a disfrutar del revuelo ajeno, la gala y su mélange de actores, políticos, cineastas, staff en plena actividad, prensa persiguiendo a las personalidades, admiradores intentando la selfie soñada, comentarios escuchados al pasar: “Esa güera que va ahí es la mamá de Gael”… “¡Uy, sí que es idéntica!”… “¿A poco Carlos Cuarón se acordó de ti luego de tantos años?”… “Nomás del nombre: ni modo que me reconozca”… “¡Ahí está el Buki! ¡Préstame tu celular para sacarle una foto, mi hermana es mega fan!”. Mientras, mi expectativa por la película de apertura del festival sigue creciendo; no solo porque una década de llevar a mi hijo al cine me volvió entusiasta de las buenas animaciones, sino —y sobre todo— porque el Día de Muertos ha sido siempre mi fiesta mexicana favorita. La tradición popular que más me ha enseñado sobre la vida, por paradójico que parezca.
Y luego de pasar por seguridad, de que celulares y cámaras quedaran atrapados hasta la salida en estuches inviolables, luego de los discursos inaugurales de las autoridades, llega el momento de COCO y la función que inaugura el FICM. Su hermosísimo universo visual, su divina secuencia de introducción en base a papel de China picado, la perfecta estructura del viaje del héroe sobre la que está construida la historia —el patrón dramático que siguen los cuentos tradicionales y los mitos, según descubriera el erudito norteamericano Joseph Campbell y aplicara a conciencia su admirador y amigo George Lucas en Star Wars—, su emotiva apología del amor y la memoria basada en la costumbre mexicana, son sólo algunas de las razones por las que volvería a ver esta película con la excusa de llevar a mi hijo cuando se estrene por mis tierras. Sí, también escucho algunas quejas. ¿Que se trata de una visión hecha para el foráneo, con palabras en español mezcladas con el inglés del original para dar el hispanic taste, y los bien conocidos estereotipos sobre los mexicanos? Probablemente, pero esos asuntos suelen ser parte de la limitada posibilidad de traducción que tenemos entre las culturas, y no por eso dicho trasiego resulta menos fructífero. La película es hermosa, y también profunda: habla de las implicancias y patrones que repetimos en el clan familiar, o el desorden que resulta al excluir a alguno de nuestros ancestros. Hasta los terapeutas de constelaciones familiares, como Bert Hellinger, estarían contentos con el mensaje.
Después, todo empezó a fluir como la narrativa de un dios ebrio, feliz, creador de postales ígneas, cálidas y anaranjadas como arco florido de cempasúchil. Escala en fiesta multitudinaria en la Casa de la Cultura, hermoso recinto colonial, gigantesco y adornado especialmente para la ocasión, como si los escenarios de COCO se hubieran escabullido desde la pantalla hacia la realidad. Llamada, cambio de planes, taxi. Palacio Clavijero: una fortaleza de piedra, amurallado bastión con gárgolas de desagüe en lo alto que bien podrían ser cañones. Patio central con escenario musical en vivo, mesas redondas ataviadas con manteles blancos y arreglos florales, cientos de invitados. Calacas y catrinas han tomado el lugar de los meseros con sus rostros pintados; quizás hayan perdido la vida, pero no la amabilidad. El menú de cuatro tiempos —bilingüe, como es el compromiso del FICM— se titula Happy to be Alive, y a medida de que nos sirven los platillos prometidos en la letra, más contentos nos sentimos de estar vivos. Delicia de cocina presentada con arte y delicadeza, coronada por subtítulos gastronómicos: para no morir de hambre | Ay de ti… Llorona| Pinta tu calavera| Frío anochecer | Mariposa en vela | Sombrero de catrina. Son, en sí mismos, una sinopsis perfecta del humor mexicano en torno a su propia finitud; el trailer de la vigilia ritual que acompañará el Día de Muertos. En el escenario, Regina Orozco: una diva con mariachis cantando, descollante, sobre velorios y morir de amor. Hermosas ofrendas de muertos ambientan los pasillos, mientras guirnaldas de velas encendidas coronan el patio mismo. Barbet Schroeder está sentado en la mesa de al lado; en la nuestra, Daniela Michel se toma un breve descanso. “Lo que la gente nunca olvida es la hospitalidad”, me dice. “Eso es lo que siempre le he enfatizado a mi equipo”. Tiene razón, y ese parece ser uno de los sellos distintivos del FICM. En el aire se respira la bienvenida y calidez, la belleza como valor supremo, el alma misma de México.
Luego, la paz de las calles. Taconeos sobre adoquines. La catedral de Morelia iluminada como un faro, guiándonos de regreso al hotel.
Si esto no es Xanadú, mucho me temo que tal lugar no existe.