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Ciudad nocturna

Armando Polanco

Para Manuel Amador

Al fondo penden globos llenos de polvo. “Gracias por su visita”, dice el letrero ubicado escaleras arriba que llevan a una bodega; más abajo se lee: “Ruta de evacuación”, y apuntan al único espacio despejado de mesas ubicadas sin orden. La sinfonola ruge con Vicente Fernández, Los Bukis, Los Temerarios, Lupita D´Alessio, avivando los recuerdos mientras nubes de humo desaparecen como los pensamientos al final de cada canción.

Deslizas la mano sobre la superficie de la mesa para alcanzar la cajetilla de cigarros Marlboro rojos, al tiempo que hablas al muchacho que sirve caguamas:
–¿Tienes lumbre?
De su bolsillo saca un encendedor que lo dirige hacia ti, mientras tu mano presiona suavemente su brazo y se acelera el flujo de tu sangre vibrando en tus sienes. Sueltas su brazo cuando tu cigarro echa pequeñas chispas y con la bocanada de humo sale un gracias con leves tosidos.
–Tráeme otra, señalando la caguama al tiempo que te reacomodas el sombrero.
Hace siete años viajaste a la Ciudad de México encabezando una delegación de campesinos de Puebla para una exigencia pública al gobierno federal y llegaste aquí, al entrar quisiste salir pero te quedaste. Aspiras el cigarro y bebes de la botella para luego sacar de tu bolsillo el paliacate rojo y secar el sudor en tu frente.

Observas que al lugar van llegando como citados a diferentes horas de dos, de tres, o solitarios, miras el grupo que ocupan tres mesas, ríen a carcajadas y platican de bulto, abren sus brazos sin soltar el vaso de plástico con cerveza, palmean sus manos, golpean las mesas en segundos de euforia y a ratos brindan a una sola voz, -¡Saluuuuú!
Por su apariencia reconoces a jubilados, pensionados, comerciantes de la Merced, la Lagunilla, maestros universitarios, mecánicos, guardias de seguridad, funcionarios federales, maistros albañiles, muchachos de la Central de Abastos, estudiantes y uno que otro perdido ricachón.

A las primeras notas musicales de Gloria Trevi, uno de ellos toma el mantel que cubre la mesa para ponérselo como peluca y se arremanga la camisa a la altura de sus pechos simulando un minúsculo top, hace un doblez al pantalón para bajarlo más allá de su ombligo y salta una panza tapizada de canoso vello, una botella de cuartito vacía es el micrófono, la pista le queda chica para bailar, abre los brazos, se agacha y con ambas manos toma su imaginaria cabellera, -¡No, no, no estoy loca!, camina hacia la entrada con la mano en su cintura, regresa al fondo, brinca y mueve su flácida cadera al ritmo de la canción, sus compañeros le aplauden, chiflan, alzan las botellas y le avientan besos.
Terminada la actuación se acerca a ti y coquetamente quita de tus labios el cigarro al tiempo que planta un beso en tu mejilla, se retira en un zigzag femenino, caminando de puntitas sobre imaginarias zapatillas con alto tacón; tú te tocas la barba y sonríes halagado.

Las pláticas y risas vuelven. Te levantas tambaleante, caminas al baño, un pequeño cuarto con ladrillos salitrados, la taza igual que el mingitorio con sarro son de concreto, un tubo de pvc gotea sobre muchas cáscaras de limón y pedazos de hielo en el pestilente miadero. Te sostienes en la barda con la mano izquierda para bajar trabajosamente el cierre de tu pantalón de mezclilla pero te gana el esfínter y te mojas el pantalón salpicando tus botas de piel de cocodrilo, diriges el chorro en la esquinita para hacer espuma mientras sientes un placer al desaguar tu vejiga, te sacudes el miembro y sales tambaleante de aquel pequeño baño iluminado por un foco al centro, saludas con la mano abierta a los melosos de sombrero que no dejan de besarse en un rincón en penumbras.

Los cartones de caguamas se amontonan por todos lados, bebes de la botella y comes los duritos salpicados de salsa servidos en un platito de plástico. El campo, el ejido, el sorgo, el ganado, los compadres, la fiesta familiar, los caballos, son pendientes que se lleva el río de cerveza bajando por tu garganta. La sinfonola vomita su repertorio, Donna Summer, Marisela, Bronco, Lorenzo de Monteclaro, Juan Gabriel, Rocío Dúrcal, The Bee Gees, las mesas de entrada son ocupadas por algunos jóvenes con mochilas al hombro y otros no tan jóvenes; cercano a la barra está un hombre serio con traje y portafolio que bebe de la botella, en su mano derecha brilla un anillo matrimonial; distingues sombreros vaqueros, cachuchas, cabellos engomados, otros pintados de morado, rosa y labios rojos; las pláticas y risas se acompañan con sorbos de cerveza de los vasos de plástico.

Miras el viejo reloj de Pepsi con forma de corcholata colgado atrás del que sirve caguamas en la barra, un hombre setentón, recuerdas la primera vez que entraste a este lugar un mes de agosto, llovía a cántaros y te guareciste aquí. Unas pláticas te sacan de tus pensamientos, frente a la sinfonola dos hombres calvos platican y ríen, -por cómo te miró hoy en la oficina, le gustaste al licenciado-, ambos visten camisa blanca manga larga con un logotipo bordado a la altura del pecho, se lee Transformación, sus dentaduras brillan frente a la luminosa pantalla del aparato de enormes bocinas cercano a tu mesa, tu olfato separa los suaves efluvios de sus perfumes del agarroso olor avinagrado a sudor, humo y ropas viejas. Hablas al muchacho que sirve y señalas una más con el índice. Vuelves la mirada al hombre de traje, se miran un par de segundos y te sonríe, brinda contigo alzando su botella y tú sonríes con afable mueca.

Los duritos te abren apetito pero es más la avidez por beber, refrescarte, alivianarte esa noche. Llegan a tu mente las novias que tuviste, las experiencias antes del matrimonio, los amores que lloraste. Bostezas y te empinas la fría caguama, bajándole hasta la mitad.
Atraes esa sensación que tuviste al acostarte con chicas en los años de tu juventud y que ahora ese placer, pasados los años de matrimonio, se había hecho monótono, había muerto, nunca creíste gozar de otras carnes que cambiaron todo tu paradigma, tu secreto en ciudad nocturna.
Te platicas a ti mismo, mueves los labios enumerando un nombre que provoca un brillo en tus ojos -Ramón, Ramón Ramoncito-, tocas con el índice las sienes como inspirado por su nombre, -¡Ah chingao!, qué bonito es lo bonito-, das un trago a la caguama, fumas el cigarro y al girar tu cabeza descubres que el hombre de traje se ha pasado a tu mesa, está al lado tuyo para acompañarte esta vez.

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