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JUEGO DE DOMINÓ

Por Esmeralda Vela

De todas las demás, con la que más me divertí fue con Natalia. Era una chica singular, fantástica, hermosa. Siempre me sentaba detrás de ella en el salón de clases, porque me gustaba el olor a shampoo que desprendía su cabello, siempre mojado; me encantaba también oír su voz suavecita cuando el profesor le pedía que leyera en voz alta algún texto: ya sea de Borges, Cortázar, Arredondo, etcétera. Ella amaba la clase de literatura.

Un día el profesor formó parejas para exponer vida y obra de algún escritor. Para mi suerte, me tocó con Natalia. Le sugerí analizar Un hombrecillo en mi cabeza de Jesús Pacheco, pero ella se negó. Decía que, además de no ser un escritor famoso, sus cuentos le eran desagradables por las temáticas que planteaba: asesinato serial, necrofilia, masturbación… Le dije que deberíamos tomar en cuenta a los escritores de hoy, pero ella más se negaba. En el fondo me molesté muchísimo porque Pacheco era uno de mis autores favoritos, pero traté de disimular mi enfado. Dejé que escogiera un autor que le agradara.

Teníamos diez días para preparar la exposición. Como era de esperarse, Natalia era una de las alumnas más inteligentes y cumplidas del salón, su único defecto era ser demasiado perfeccionista. Se enojaba si algo no le salía bien o como lo quería. Le propuse hacer el trabajo en mi casa. Al principio no quiso —la entendía, pues entre ambos aún no había tal confianza y más cuando le dije que vivía solo—, pero después aceptó. Dijo que para hacer bien el trabajo requeriríamos de un espacio tranquilo y sin ruido para concentrarnos al cien por ciento.

Ese primer día pusimos manos a la obra. Consultamos por internet la vida y las principales obras de Juan Rulfo. Mientras ella organizaba la información, yo la observaba detenidamente: sus piernas torneadas, cadera ancha, nalgas y senos bien redondos. Comenzaba a excitarme. Ella notó mis ojos vueltos lumbre cada vez que la miraba. Entonces se marchó asustada.

Pasaron cuatro días y su forma de dirigirse a mí se tornó un tanto indiferente; pero entre más me trataba así, más me excitaba. La deseaba tanto que hice lo que una mujer espera de un hombre: me comporté como un verdadero caballero, respetuoso, amable, halagador, atento, etcétera, cosas que estaba muy lejos de ser y hacer. Sin embargo, poco a poco lo fui logrando. Me di cuenta de que todo lo que hacía le gustaba. Se sonrojaba cada vez que yo, hipócritamente, le decía que era más hermosa que la luna. Cosas en realidad cursis, estúpidas, pero ella las amaba.

Después del éxito de nuestra exposición, seguimos saliendo. Ya no podía aguantar ni un minuto más, tenía que hacerla mía. Así que la invité a mi casa un viernes saliendo de la escuela con el pretexto de ver una película. De pronto, ella señaló a lo lejos una habitación y me dijo, mientras se acercaba lentamente a ésta: “¿Qué hay allí adentro? ¿Puedo entrar?”. Me levanté de inmediato del sillón para detenerla y le dije: “¿Segura de que quieres entrar?”. Sólo afirmó con la cabeza. Le dije que para poder entrar a mi habitación secreta había una única regla: que jugáramos un partido de dominó y si ella ganaba la dejaba entrar. Casualmente ganó. Nos pusimos frente a la puerta, le pregunté de nuevo si quería entrar y su cara ansiosa me decía a gritos que sí. Entonces entramos.

Noté en su mirada un gesto, primero de asombro y luego de repulsión. “¿Qué significa esto? —me dijo— ¡Quiero salir!”. Me recargué en la puerta, le puse seguro a ésta y le dije: “No, Natalia hermosa, se me olvidó decirte la regla principal de este juego: una vez que entras, ya no sales”. Natalia miró los estantes que allí había y dentro de éstos, cajas etiquetadas con los nombres: Viridiana, Cristina, Laura, Marisol, Karen, Berenice, Adriana… Miró las fotografías de esas chicas pegadas en la pared: violadas, golpeadas, descuartizadas… Así pues, saqué una caja más grande y le dije que ella muy pronto estaría allí, dormidita en pedazos por siempre.

Fue tan divertido hacerle el amor, me excitaba oír su llanto de auxilio, pero el ruido del estéreo acallaba su voz. Devorar sus piernas y senos que me volvían loco, fue fantástico. Guardé, como con todas las chicas, cada pieza del rompecabezas en frascos especiales. Luego de haber echado lo que quedó de Natalia en una caja, no sin antes haberle tomado las fotografías del recuerdo, me fui a dormir. Cuando llegó el lunes, el salón preguntaba por ella. Les preocupaba porque era una chica que nunca faltaba. Les dije que tenía días de no verla y no sabía en dónde estaba. Rápidamente, la dieron por desaparecida.

Luego vino un nuevo semestre y llegó una chica nueva al salón. Era tan hermosa, con largos cabellos dorados, ojos azules como el cielo y su piel blanca como la luna. Sus piernas y senos me volvían loco. Me acerqué un día, una vez que supe su nombre, y le dije: “Oye, Luz, ¿te gustaría jugar dominó?”.

 

* Esmeralda Vela participó con este cuento en “Los muertos no cuentan cuentos”, antología de narrativa joven del Estado de México

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